Ricardo Riverón Rojas


Nació en Zulueta, provincia de Villa Clara (Cuba), el 25 de octubre de 1949. Cursó estudios hasta graduarse de bachiller e inició los de ingeniería agronómica por la Universidad Central de Las Villas, los cuales abandonó para seguir los dictados de su vocación literaria, que debió emprender de manera autodidacta.
Desde 1987 hasta 1990 ejerció como divulgador de la Universidad Central de Las Villas, y en ese año comenzó a laborar en el Centro Provincial del Libro y la Literatura de Villa Clara, donde fundó la Editorial Capiro, que dirigió entre 1990 y 2004. Actualmente es director de la revista Signos, dedicada a los estudios sobre la cultura popular tradicional.
Su obra ha recibido importantes premios en Cuba, entre ellos: el 26 de julio en 1986, el de la Unión de Escritores y Artistas en 2001 y el Premio Memoria en 2007. Ha viajado, en funciones culturales a: España, México, Venezuela y la antigua URSS. En 2002 le fue otorgada la Distinción por la Cultura Nacional, entregada por el Ministerio de Cultura, y en ese mismo año recibió la condecoración Colaboración Cultural con la Ciudad, entregada por el Gobierno Municipal de Santa Clara. Es miembro de la Unión de Escritores y Artistas Cuba. Sobre su obra se han publicado más de 40 trabajos críticos en publicaciones de Cuba y varios países. Ha publicado, entre muchos otros títulos de poesía, los libros Oficio de cantar (1978), Y dulce era la luz como un venado (1989), La luna en un cartel (1991). La próxima persona (1993), Bajo una luz que no existe (2005) y Días como hoy (2008).


Disquisiciones en torno a mi alma

Tuve un alma y no era esta,
ni aun se parecía a mis fantasmas:
un alma para aliarme a lo imposible,
aunque siempre a la zaga del más listo.
Andábamos —mi alma y yo—
en relecturas de las tardes:
la luz tras un color que no fue solo
permanencia de la furia solar, sino también
escándalo espumoso en el crepúsculo.
Tuve un alma, y no en la magnitud correcta,
pues nutría de eufemismos su persona:
espejo de lo ido, templo del Señor…
Un alma es mucho más que la tontera con que arriamos
la mañana hacia la noche, el pasado hacia lo actual,
los ojos hasta ver qué magia se nos fuga
adonde nunca buscaremos
con tanta densidad de incertidumbres.
Me estudio, de arriba a todas partes. Y tiemblo
cuando el águila dibuja caligramas sobre el azul de fondo.
Mi alma se expresa en cualquier sitio siempre que la certeza
de correr a contrapelo de los ríos no la exonere,
por la destrucción de lo aprendido no sé con quién,
ni desde cuándo.
Las culpas de mi alma serían:
acomodarse como un alba existencial, sobre un colchón
de hojas maceradas por la sed de otros árboles;
coexistir con mi persona en el común anhelo
de no complementarnos, y vagar como si nada tuviera
gravedad suficiente para domesticar sus corduras.
Replegada en tales inconsecuencias
mi alma vive condenada por sí misma.
Y deberá pagar por lo que le usurpamos a la melancolía
sin exigir tolerancia por los sordos desconchados en la historia.
También le tocará sentir en carne propia cualquier desolación
y lanzarse al vacío desde el alto horizonte para purificar
las mínimas certezas que nutren su delirio.


Furia de fin de año (Mudez de fin de siglo)

Y a quién le voy a dedicar esta furia
de animal que se espanta con su nombre;
a qué calle caminar cuando los ojos
ya no esperan sucumbir de transparencia.
Tendremos que apartarle la verdad a quienes graban,
en la pared, su pánico sutil,
proteger a la niña que se duerme con las piernas
tácitamente dirigidas al ruido de la noche.
Y callar
como el rústico esqueleto de las nubes
cuando anuncian la calma.

¿Qué dulce inmediatez, en la piedad del aire,
pudiera despeñarse hacia el noble musitar
de los almendros en flor
y a quién le voy a remitir la terquedad
de no pacer sobre los frutos tan cercanos del invierno?
Míralas pasar: son las fotos de cuando estuve protegido por el agua:
tenía la bondad de una lámpara salvándome la luz
y en otra parte
cantaba, de cristal, el corazón de un cuervo.

Furia de fin de año (mudez de fin de siglo):
en el mundo nada tiene ese estertor de noche gris
y sobre nadie
debiera descargar tanta paz inclemente.

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